BIENVENIDOS AL CLUB DE LECTURA DEL IES J.RODRIGO DE MADRID

Uno es dueño de grandes ideales y de pequeñas lecturas, y las pequeñas lecturas nos definen tanto como nuestros grandes ideales. L. G. Montero



sábado, 19 de junio de 2010

A TODOS VOSOTROS... LECTORES



A TODOS, a vosotros,
los silenciosos seres de la noche
que tomaron mi mano en las tinieblas, a vosotros,
lámparas
de la luz inmortal, líneas de estrella,
pan de las vidas, hermanos secretos,
a todos, a vosotros,
digo: no hay gracias,
nada podrá llenar las copas
de la pureza,
nada puede
contener todo el sol en las banderas
de la primavera invencible,
como vuestras calladas dignidades.
Solamente
pienso
que he sido tal vez digno de tanta
sencillez, de flor tan pura,
que tal vez soy vosotros, eso mismo,
esa miga de tierra, harina y canto,
ese amasijo natural que sabe
de dónde sale y dónde pertenece.
No soy una campana de tan lejos,
ni un cristal enterrado tan profundo
que tú no puedas descifrar, soy sólo
pueblo, puerta escondida, pan oscuro,
y cuando me recibes, te recibes
a ti mismo, a ese huésped
tantas veces golpeado
y tantas veces
renacido.
A todo, a todos,
a cuantos no conozco, a cuantos nunca
oyeron este nombre, a los que viven
a lo largo de nuestros largos ríos,
al pie de los volcanes, a la sombra
sulfúrica del cobre, a pescadores y labriegos,
a indios azules en la orilla
de lagos centelleantes como vidrios,
al zapatero que a esta hora interroga
clavando el cuero con antiguas manos,
a ti, al que sin saberlo me ha esperado,
yo pertenezco y reconozco y canto.

Poema de Pablo Neruda

Es el propio Neruda quien nos da las gracias por haber disfrutado juntos de esta novela. ¡Mucho Neruda, siempre!


Estamos en fechas de mucho trabajo , por eso ya no os pido más esfuerzo. Sólo me gustaría que, si os apetece, dejaráis, a modo de conclusión, vustras impresiones sobre la novela, sobre los poemas, sobre la película, sobre el club de lectura...

Muchas gracias a todos por estar ahí.

jueves, 17 de junio de 2010

MUERTE DE NERUDA


""""su casa frente al mar y la casa de agua que
ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que
también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las palabras
y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un
día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas
y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como un
secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza
y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes
le ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero
que Mario sí oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció
las penumbras:
Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo,
el silencio entre una y otra ola
establece un suspenso peligroso:
muere la vida, se aquieta la sangre
hasta que rompe el nuevo movimiento
y resuena la voz del infinito.
Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus
pupilas alucinadas, le dijo:
-No se muera, poeta.""""


Esta muerte del poeta , este final del libro recuerda mucho a la muerte de otro gran personaje, en este caso literario: Don Quijote. Su gran amigo Sancho , en su lecho de muerte le suplica que no se muera:



"Y volviéndose a Sancho le dijo: perdóname amigo, de la ocasión que te he hecho de parecer como loco, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes por el mundo.
-¡Ay!, respondió Sancho llorando. no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor LOCURA QUE PUEDE HACER UN HOMBRE EN ESTA VIDA ES DEJARSE MORIR....

DISCURSO RECEPCIÓN PREMIO NOBEL

Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:
-¿Tuvo mucho miedo?
-Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.
Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron. -Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de rios y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.
Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. ¿O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese nada más en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.
El poeta no es un pequeño dios. No, no es un pequeño dios. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.
Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, ¿Qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.

lunes, 14 de junio de 2010

LA AMISTAD

LLega el momento. Iremos comentando poco a poco diferentes aspectos de la novela.

El TEMA principal de la novela sea posiblemente la AMISTAD entre Mario y el poeta Pablo Neruda.En Mario se observa una entrega absoluta, y aunque al principio Don Pablo se mantiene más receloso, acaba volcado a los encantos de Mario.

A mí me gustaría estar
con usted en París nadando en nieve. Empolvándome en ella como un
ratón en un molino. Qué raro que aquí no nieva, cuando es Pascua.
¡Seguramente, culpa del imperialismo yankee! De todas maneras,
como señal de gratitud por su hermosa carta y su regalo, le dedico este
poema que escribí para usted, inspirado en sus odas, y que se llama
-no se me ocurrió un título más corto- Oda a la nieve sobre Neruda en
París (pausa y carraspeo).
Blanda compañera de pasos sigilosos,
abundante leche de los cielos,
delantal inmaculado de mi escuela,
sábana de viajeros silenciosos
que van de pensión en pensión
con un retrato arrugado en los bolsillos.
Ligera y plural doncella,
ala de miles de palomas,
pañuelo que se despide
de no sé qué cosa.
Por favor mi pálida bella,
cae amable sobre Neruda en París,
vístelo de gala con tu albo
traje de almirante,
y tráelo en tu leve fragata
a este puerto donde lo echamos tanto de menos.
(Pausa) Bueno, hasta aquí el poema y ahora los sonidos pedidos.

Sirva como ejemplo este frangmento de la novela. Ausencia del amigo que se ha ido, poema dedicado a su persona y después el trabajo de recopilar todos los sonidos de la isla. ¡ Con qué delicadeza acabará grabando todo¡

¿ qué opináis??

Me gustaría que cada uno se pusiera un nombre ficticio para poder hacer la conversación más fluída, pero todo es aceptado. Gracias por todo.

domingo, 13 de junio de 2010

LLEGAMOS AL FINAL

Hola a todos¡¡¡
Espero no estar sola en este viaje de tren. A veces siento que no me acompaña nadie, que estoy yo sola , eso sí acompañada de Neruda, Mario, Beatrice... Pero confío en que a partir del martes 15 os vayáis pronunciando con vuestras opiniones. Y si es antes BIENVENIDOS¡

De entrada comentar que el título original de esta novela era ARDIENTE PACIENCIA. Posiblemente , al llegar al final de la novela , ya os habréis dado cuenta del motivo del título. ¿ CUÁL ES???
Espero vuestras respuestas.
¿ Qué opináis: qué título es más acertado???



Os dejo uno de los poemas de Neruda, en concreto el nº 18 de 20 POEMAS DE AMOR Y UNA CANCIÓN DESESPERADA. Un pequeño regalo de este Nobel de Literatura, que lo ganó con mucho esfuerzo y muy buenos versos.

jueves, 10 de junio de 2010

CUENTA ATRÁS

SÓLO QUEDAN 4 DÍAS PARA COMENTAR LA NOVELA.
ESPERO QUE ESTÉIS DISFRUTANDO DE ELLA Y QUE PODAMOS OPINAR DE TODO LO QUE HEMOS SENTIDO, DE LO QUE NOS HA GUSTADO Y DE LO QUE NOS HA SUGERIDO .

OS ANIMO A ELLO¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

SALUDOS A TODOS.

jueves, 3 de junio de 2010

CARTA DE NERUDA DESDE PARIS

-Señoras y señores, voy a abrir la carta.
Puesto que ya se había propuesto incluir ese sobre, donde su nombre
aparecía reciamente diagramado por la tinta verde del poeta en su colección
de trofeos sobre la pared del dormitorio, lo fue rasgando con la
paciencia y la levedad de una hormiga. Con las manos temblorosas, puso
frente a sus ojos el contenido, y comenzó a silabearlo cuidando que no
se le saltara ni el más insignificante signo: -«Que-ri-do Ma-rio Ji-mé-nez
de pies a-la-dos.»
De un manotazo, la viuda le arrebató la carta y procedió a patinar
sobre las palabras sin pausa ni entonaciones:
Querido Mario Jiménez, de pies alados, recordada Beatriz González
de Jiménez, chispa e incendio de isla Negra, señora excelentísima Rosa
viuda de González, querido futuro heredero Pablo Neftalí Jiménez
González, delfín de isla Negra, eximio nadador en la tibia placenta de
tu madre, y cuando salgas al sol rey de las rocas, los volantines, y
campeón en ahuyentar gaviotas, queridos todos, queridísimos los cuatro.
No les he escrito antes como había prometido, porque no quería
mandarles sólo una tarjeta postal con las bailarinas de Degas. Sé que
ésta es la primera carta que recibes en tu vida, Mario, y por lo menos
tenía que venir dentro de un sobre; si no, no vale. Me da risa pensar
que esta carta te la tuviste que repartir tú mismo. Ya me contarás todo
lo de la isla, y me dirás a qué te dedicas ahora que la correspondencia
me llega a París. Es de esperar que no te hayan echado de correos y
telégrafos, por ausencia del poeta. ¿O acaso el presidente Allende te
ofreció algún ministerio?
Ser embajador en Francia es algo nuevo e incómodo para mí. Pero
entraña un desafío. En Chile, hemos hecho una revolución a la chilena
muy admirada y discutida. El nombre de Chile se ha engrandecido
de forma extraordinaria. ¡Hmm!
-El ¡hmm! es mío -intercaló la viuda, sumergiéndose otra vez en la
carta.
Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para alojar
a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis
días de alas azules en mi casa de isla Negra.
Los extraña y los abraza vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda.
-Abramos el paquete -dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchillo
cocinero las cuerdas que lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a
revisar concienzudamente el final y luego el dorso.
-¿Eso era todo?
-¿Qué más quería, pues, yerno?
-Esa cosa con «PD» que se pone al terminar de escribir.
-No, pues, no tenía ninguna huevada con PD.
-Me parece raro que sea tan corta. Porque si uno la mira así de lejos,
como que se ve más larga.
-Lo que pasa es que la mami la leyó muy rápido -dijo Beatriz.
-Rápido o lento -dijo doña Rosa, a punto de acabar con la cuerda y el
paquete- las palabras dicen lo mismo. La velocidad es independiente de
lo que significan las cosas.
Pero Beatriz no oyó el teorema. Se había concentrado en la expresión
ausente de Mario, el cual parecía dedicarle su perplejidad al infinito.
-¿Qué te quedaste pensando?
-En que falta algo. Cuando a mí me enseñaron a escribir cartas en el
colegio, me dijeron que siempre había que poner al final PD y después
agregar alguna otra cosa que no se había dicho en la carta. Estoy seguro
de que don Pablo se olvidó de algo.
Rosa estuvo escarbando en la abundante paja que rellenaba el paquete,
hasta que terminó alzando con la ternura de una partera una
japonesísima grabadora Sony de micrófono incorporado.
-Le debe haber costado plata al poeta -dijo solemne. Se disponía a leer
una tarjeta manuscrita en tinta verde, pendiente de un elástico que circundaba
al aparato, cuando Mario se la arrebató de un manotazo.
-¡Ah, no señora! Usted lee demasiado rápido.
Puso la tarjeta algunos centímetros delante, como si la calzara sobre
un atril, y fue leyendo con su tradicional estilo silábico: «Que-ri-do
Ma-ri-o dos pun-tos a-pri-e-ta el bo-tón del me-di-o».
-Usted se demoró más en leer la tarjeta, que yo en leer la carta -simuló
un bostezo la viuda.
-Es que usted no lee las palabras, sino que se las traga, señora. Las
palabras hay que saborearlas. Uno tiene que dejar que se deshagan en
la boca.
Hizo una espiral con el dedo, y enseguida lo asestó en la tecla del
medio. Aunque la voz de Neruda fue emitida con fidelidad por la técnica
japonesa, sólo los días posteriores alertaron al cartero sobre los avances
nipones de la electrónica, pues la primera palabra del poeta lo turbó cual
un elixir: «Posdata».
-Cómo se para -gritó Mario.
Beatriz puso un dedo sobre la tecla roja.
-«Posdata» -bailó el muchacho e impregnó un beso en la mejilla de la
suegra-. Tenía razón señora. PD ¡Posdata! Yo le dije que no podía haber
una carta sin posdata. El poeta no se olvidó de mí. ¡Yo sabía que la
El cartero de Neruda
primera carta de mi vida tenía que venir con posdata! Ahora está todo
claro, suegrita. La carta y la posdata.
 
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